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Por Redacción Adlatina |

Los chistosos

En su habitual tono ácido y humorístico, Ritacco aborda en ésta, la segunda entrega de sus 'Reflexiones ligeras', un tema sin fronteras, absolutamente cotidiano entre los publicitarios: el de los distintos tipos de narradores de chistes.

Los chistosos
Por Edgardo Ritacco, director periodístico de la revista El Publicitario.
Algunas personas cuentan chistes porque se sienten graciosos. Entre ellos, están los realmente graciosos y los que no lo son. A estos últimos por lo general les cuesta mucho descubrir la verdad. Porque hay mucha gente que se ríe por compromiso o por conveniencia. Y también por comodidad, porque poner cara rara obliga a explicar enseguida por qué le pareció tan malo el cuento. Algo muy incómodo y antisocial. Hay otros que cuentan chistes para distender el ambiente. Son los estrategas de la risa. Los sajones suelen empezar sus discursos con un cuentito humorístico, como para romper el hielo. A veces, el cuentito tiene que ver con el discurso. Son las menos. Pero, en todo caso, el hombre ya ha entrado en calor. Y sabe, de paso, qué tipo de auditorio tiene enfrente. Hay una raza de contadores profesionales de chistes. Son los especialistas. En el fondo los ha llevado a eso un irrefrenable deseo de ser el centro de las reuniones. Puro egocentrismo, pero gracioso. Comparados con los suyos, los cuentos de los otros presentes parecen obvios, opacos o incomprensibles. Y el tipo va ganando puntos hasta en los momentos en que permanece callado. El chistoso especialista nunca lo aceptará, pero lleva un registro escrito de sus gemas. A veces con una palabra les basta. O una frase corta. Por ejemplo, “el que se cayó del bote”. Tiene un par de enemigos acérrimos. El peor, ese sujeto que, cuando él ya empezó a contar, se descuelga con: “Ah, ya lo sé, ese me lo contaron el mes pasado en la Bolsa”. O, peor aún, ese otro que –con maldad o sin ella– revela de pronto el final con una palabrita. El chistoso lo odiará por el resto de sus días. Para evitarse estos malos tragos, el contador suele advertir antes de arrancar: “Si lo saben, párenme”. Pero, aun en estos casos, siempre desconfiará de las zancadillas. Su otro enemigo es el Gran Envidioso. Que casi nunca conoce los chistes, pero que tratará de embarrarle la cancha. Con comentarios al estilo de “nunca escuché a un correntino que hable así” o “¿qué gallego conoce un Pontiac?”. Y si es bueno en lo suyo, el depredador rematará su tarea de destrucción con un maligno “el que contaba unos cuentos bárbaros era el Flaco José. ¿Lo conocieron al Flaco José?”. Le contesten sí o no, el daño ya estará hecho. Otras personas cuentan chistes por generosidad. Aunque parezca utópico, les gusta divertir al otro. Por cierto, si el otro es el jefe, será simple obsecuencia. Y si el otro es alguien del sexo opuesto, tal vez no haya tanta generosidad en el medio, sino puro deseo de lucirse. Y si el chiste insinúa cosas picantes, puede haber más que un puro deseo de lucirse. A propósito. En una reunión, un narrador de chistes que se precie deberá calibrar muy bien el color de sus gracias. Los buenos detectan, por olfato e instinto, si la cosa viene sólo para “los de salón”, o si se puede ir subiendo en los matices que van del blanco al verde. Un comentario como “ah, pero ese es un chiste de salón” generalmente revela que esa persona quiere pasar a una tonalidad más cargada de verde. Si ese comentario llega a salir de una mujer, es casi la legitimación del salto hacia el verdor. Pero nuestro hombre debe tener cuidado: un error sería imperdonable y puede arruinarle toda la sesión. Porque un contador de chistes puede soportar todo –hasta que piensen que es un plomo– menos quedar como un desubicado o un grosero. Porque así son sus reglas del juego. Siempre se ha dicho – y parece cierto– que detrás de un chiste que se hace hay un fondo de verdad. Esto es: que se dicen en broma cosas que uno no se atrevería a decir en serio. Para los contadores especialistas esto no rige, porque su arsenal es vasto. Pero también es cierto que quien cuenta un chiste va revelando cosas de su propia personalidad. Por lo que dice, las palabras que elige y las que calla, los eufemismos que usa y sus propios gestos, el tipo va dibujando su perfil psicológico sin darse cuenta del desliz. Un buen oyente puede averiguar más cosas de una persona cuando la escucha contar chistes que cuando habla de negocios o de política Ningún buen narrador de cuentos se da el lujo de reírse demasiado al rematar la obra. Algunos llevan la cosa al extremo de quedarse impávidos, al estilo Verdaguer, dejando que los ojos hagan todo el trabajo de poner el punto y aparte. Pero si reírse al final es un pecado, mucho peor resulta reírse en pleno desarrollo. Aunque en ese desarrollo haya uno o más gags, al estilo Landriscina. El peligro en estos casos es que los demás pueden creer que el cuento se ha terminado. Y que otro arranque con un cuento propio, dejando al hombre en la necesidad poco elegante de gritar “esperen que no terminé”. En todo caso, el chiste se ha arruinado. Un duro desliz se produce cuando el contador debe aclarar el significado de una palabra un poco complicada. El que escucha ya se ha puesto incómodo, especialmente si hay varios en el ruedo, porque siente que lo están rescatando de su ignorancia. Y si todo el chiste depende de esa palabrita, ya la gracia se ha perdido irremisiblemente. Otro remate que el contador desprecia con todo su ser es el que pone ese individuo que, en lugar de reirse con el chiste, dice, por ejemplo: “Ah, yo ese lo conocía, pero iban en un avión Hercules”. Como siempre aparece alguien que se interesa por esa manera distinta de contar el mismo cuento, el tipo lo repite, adaptado, y en medio minuto ya nadie se acuerda de nuestro héroe. Una situación muy embarazosa para el contador de cuentos es al descubrir, en pleno relato, que alguien de los presentes ya ha escuchado esa historia de sus propios labios. El tipo puede tratar de arreglar el embrollo diciendo, por caso, “como le contaba el otro día a Ignacio”, pero aquí también se ha roto el encanto, porque los demás sentirán de inmediato que les están dando material de descarte. El aficionado a jugar con las palabras puede caer en la peor de las tentaciones: jugar con el nombre o el apellido del interlocutor. Por un extraño motivo, el individuo, tan rápido para otras cosas, no se percata de que al otro lo han venido cargando con su apellido desde la escuela primaria, y que decirle a un señor Blanco “hoy está un poco amarillo” sólo recibirá como respuesta un gesto de infinito desgano. Porque, resumiendo, los chistes pueden servir tanto para derretir el hielo como para incrustar piedras en el camino. Y, ya se sabe, las piedras no son tan fáciles de derretir.